Saturday, January 05, 2008

TOLA de Dante Medina

Ponencia leída por Gustavo Sainz en la presentación de Tola en el marco de la Feria Iinternacional del Libro de Guadalajara en Noviembre 2007


Ayer en el supermercado, oí a un hombre discutir con una mujer sobre la novela Tola, de Dante Medina. Ella dijo: “tal vez esta novela aunque pasa por narrativa sea solamente irónica, los acontecimientos sólo nos muestran qué empobrecidos estamos, cómo avanzamos supuestamente hacia alguna meta, más que nerviosos y ya cuando todos los utopistas están desencantados. Muestran que nuestras vidas están invadidas por nuestras necesidades, en especial la de durar. He llegado a creer que la narrativa nace del odio hacia uno mismo”.

Él dijo: “Lo que me preocupa es que Tola no da un marco coherente para medir la transición temporal o espacial, el protagonista va de un lugar a otro, o suponemos que va, o cree que avanza cuando en realidad no se mueve. Se transforma en un simple vínculo, la encarnación de la narrativa, su posible simulacro, la pesadilla de su propia realidad”.

Quise decirles que la narrativa de Dante Medina sustituye una narrativa ausente y absorbe siempre la ausencia del otro para poder nombrarla y, al mismo tiempo, cede su propia presencia a las graves soledades del olvido. La narrativa de Dante Medina quise decirles, es aquella en la cual puede inscribirse nuestro destino. Pero se fueron antes de que pudiera hablar.

Cuando volví a casa mi hermana estaba en la sala, esperándome. Le dije: “¿Sabes, manita?, se me acaba de ocurrir que la novela de tu amigo Dante Medina se mueve tan aprisa que no puede seguirse, su transcurso debe ser imaginado. El dirá que es lo más semejante a la vida pero a mí me parece lo menos real”.

“Sí”, dijo mi hermana, “¿Pero no te parece que la mayoría de las novelas se mueven con tal lentitud que saltamos constantemente encima de ellas, imaginándonos lo que sucederá? ¿No se te ha ocurrido que las novelas adonde no se puede saber qué sigue siempre se escriben durante la juventud?”

Más tarde me acordé de un otoño en Nueva York, cuando llegué al convencimiento de que la narrativa adonde la memoria juega un papel importante es aniquiladora. Hacía viento y me di cuenta que la memoria es un movimiento de eventos que no se sostienen en el presente, y es por eso que la memoria se matiza de piedad y la música siempre es un canto fúnebre.

Sonó el teléfono. Era mi abuelita para preguntarme qué estaba haciendo. Le dije que estaba releyendo Tola de Dante Medina para hablar de eso en la FIL de Guadalajara. “¿Y qué es lo que vas a decir?”, me preguntó. Bueno, es como si esta novela se rehusara siempre a comenzar porque los principios son irrelevantes en un universo infinito, y se rehúsa a terminar por la misma razón. Es toda un intermedio suprimido, inenarrable e inexhaustible. “Y abuelita”, le dije, “es como la narrativa que se niega a enmascarar la quietud esencial y genérica, y por eso limita sus comentarios a lo que nunca sucede, o a lo que creen que sucedió”.

Mi abuelita dijo entonces: “Tu abuelo solía hablarme de las novelas que le gustaban, ya sabes Carlo Emilio Gadda, Guimaraes Rosa, Severo Sarduy. Decía que siempre aparecía una mujer con un traje largo que llevaba un ramo de flores. Su pelo caía suavemente sobre sus hombros. Decía que esa mujer aparecía siempre en las primeras páginas y necesitaba a un hombre. La mujer se acercaba a una casa, saludaba al hombre, soltaba las flores. Esto”, continuaba mi abuela “parecía el signo de falta de propósito en la novela experimental, sembrada de semillas de indiferencia”

“Abue”, sugerí, “lo que llamamos narrativa experimental es una sumisión ante los intolerables reclamos del predicado sobre el futuro, y no puede ser experimental si favorece la continuidad, si florece hacia otro predicado. ¿No crees que estos ejercicios narrativos reposan en nuestro deseo de un predicado estéril?”

“Tienes toda la razón”, dijo mi abuelita y colgó.


“Un novelista”, decía mi vecino que me vino a pedir un poco de azúcar, “escribe en la prosa más transparente o en la lengua más castigada, pero siempre describirá a hombres que habríamos podido conocer y gestos que son los nuestros. Su objetivo siempre será expresar la realidad de un mundo humano. Pero tu amigo Dante Medina desconfía de la realidad, desconfía del conocimiento, desconfía de las palabras. Lo horroriza la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que deja de ser sigue siendo, lo que se olvida siempre tiene cuentas pendientes con la memoria, lo que muere sólo encuentra la imposibilidad de morir, y lo que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá. Ese proceso es el día hecho fatalidad, la conciencia cuya luz ya no es la lucidez de la vigilia sino el estupor de la ausencia de sueño, es la existencia sin el ser, tal como el lenguaje de Dante pretende reaprehenderla detrás del sentido de las palabras que la recusan”.

Me fui a acostar y ya en la cama pensé que uno nunca sabe si Tola existe o no existe, si es joven y apuesto o viejo y decrépito, uno ni siquiera sabe si es real o simplemente huidizo. Para Dante Medina la literatura es entonces la preocupación por la verdadera realidad de las cosas, por su existencia desconcertante, libre y silenciosa. Es su inocencia y su presencia prohibidas, el ser que se ofusca ante la revelación, el desafío de lo que no quiere producirse afuera. Por eso en su novela simpatiza con la oscuridad, con la pasión sin meta, con la violencia sin derecho, con todo lo que en el mundo parece perpetuar la negativa de surgir ante el mundo. Por eso se alía a un lenguaje distinto, propio de él, que hace de las palabras una materia sin contorno, un contenido sin forma, una fuerza caprichosa que no dice nada, o lo dice todo, pero más bien que no revela nada y se contenta con anunciar, mediante su negativa a decir algo, que procede de la noche y a la noche vuelve”. Pensaba en esa oscuridad y me quedé dormido.

Cuando desperté preparé el café, y mientras disponía sobre la mesa las tostadas, la mantequilla y la mermelada, mi novia apareció contradiciéndome: “No es sólo que cada momento del lenguaje de esa novela de la que tanto discutes pueda ser ambiguo y decir algo distinto de lo que dice, sino que el sentido general del lenguaje en esta novela es incierto, de él no se sabe si expresa o si representa, si es una cosa o si la significa; si está allí para ser olvidado o si sólo se hace olvidar para que lo vean; si es transparente a causa del poco sentido de lo que dice, oscuro porque dice demasiado, opaco porque no dice nada”.

Poco después, bajo la regadera, y con la cabeza totalmente enjabonada, pensaba que la novela Tola está muy fragmentada, y quizás habría que pensar o explicar la incertidumbre que hace inestables, sin cambiar su dirección, la forma y el contenido de su lectura. Esta carencia puede que no sea accidental. Se halla incorporada en el sentido mismo que mutila; coincide con la representación de una ausencia que ni se tolera ni se rechaza. Las páginas de esta novela poseen la plenitud más extrema, anuncian una obra a la que nada le falta y, por otra parte, toda la obra está dada en esos desarrollos minuciosos que se interrumpen bruscamente, como si ya no hubiera nada que decir. Nada les falta, ni siquiera esa carencia que es su objeto: no es ninguna laguna, es el signo de una imposibilidad que está presente por doquier sin que se admita jamás: imposibilidad de una existencia común, imposibilidad de atenerse a estas imposibilidades.

Mientras me vestía concluí: El arte de la novela para mi amiguísimo Dante es antes que nada la conciencia de la desdicha, no su compensación.

Ay, mi amigo Dante: su asombrosa versatilidad, curiosidad, burlón, tosco, irritable, mitómano, introvertido, risueño, perseverante, genial.

Mi vecino me preguntó si podía darle un aventón a su trabajo. En el camino seguíamos hablando de la novela. “Lo que hay que ver en esa novela no son fragmentos de vida”, dijo contundente, “sino un delirio. Y sobre todo nada de lógica”

“Es una especie de pesadilla, una visión”, intervine, “una comprobación siniestra que nos dice que el mundo es inhabitable, pero que ni siquiera es posible huir de él”.

Un novelista es un transformador.

Mi vecino opinó que quizás la máquina de escribir de Dante, “porque no escribió en computadora, lo puedo apostar”, sugirió, “perdió los signos de puntuación a las primeras de cambio, y por eso la mayor parte de la novela carece de puntuación”, dijo.

“No”, contradije, “yo creo que la ausencia de puntuación pasadas las primeras páginas, se debe más a razones de velocidad narrativa, de ritmo, a cierta desesperación, a cierta ira. Es como una solicitud al lector para que él colabore poniendo la puntuación. A mí me gusta esa audacia, ese valor a renunciar a la prosa periodística, a no parecerse a ningún modelo literario de entonces”.

Ya en la Universidad, inicié mi clase proclamando que “la materia de la que dispone un novelista para escribir, consiste en impresiones, recuerdos, huellas inconscientes que han sido dejadas en él por experiencias pasadas, imaginaciones, en fin, y parta darse a entender, compara esas impresiones y recuerdos, esas huellas inconscientes con una pasta informe, y la describe como describiría un industrial una pasta de papel, mezcla de trapos viejos, trozos de celulosa y deshechos. Todas las impresiones, todos los recuerdos, lo consciente y lo inconsciente, las cosas insignificantes, las alegrías, las conmociones, las citas en otras lenguas, todo, la vida con todo lo que sabía de ella y todo lo que podía sospechar, todo lo que habría de verse, lo que podía demostrar, decir, exponer, las mujeres, las sorpresas, las gentes, lo que nadie ha advertido que sabía, lo que le habían hecho, las cancioncillas a punto de olvidarse, todo eso que dicen encerramos en nuestro cerebro, mescolanza bruta, incoherente, todo ello encabalgándose, escalonándose y encontrándose en las posiciones más extrañas”.

Luego, como en un sueño, mi alumna más bonita leyendo sin tomar aire leyó: “Ena es la de la iniciativa pesca al manejable Pecos casi lo viola entre sus monumentales senos sombras y sombras atormentando la fidelidad de los espejos la perspectiva la hondura del olor a emanaciones corporales salirse temprano madrugar como siempre Tola me viste Pecos está también rápido saltar la verja en escape calladito y la enana en la esquina regando con su manguera que le sale como del cuerpo y el abrigo zotaco hasta el suelo riéndose sin mover los músculos seguro que burlándose cual quien lo sabe con detalles burlándose cual quien está partícipe maldita enana” (p 75)

Un gordo montgolfiérico alzó la mano y preguntó “¿Podríamos llamar ese vocabulario coloquial tapatío?”

Y otra niña de oscuro y larguísimo cabello alzó la diestra poco después y preguntó “¿Eso de la nómina que los personajes llaman la anónima es algo propio de Jilotlán de los Dolores, Jalisco?”.

Y la más alta de todas “¿Podría llamarse histórico al momento en que en las clases que se cuentan en la novela los alumnos responden Heil en vez de presente, extendiendo el brazo derecho con la palma de la mano abierta y chocando los tacones, todos contentos, o es algo propio de la imaginación exaltada de Dante Medina?”

“Dante Medina es como un naturalista exaltado y pinta esas escenas, ese embotamiento que si no sucedió pudo haber sucedido, esas situaciones que nunca dejará de reivindicar, esa burla, esa malicia, esa ironía. Todo esto es incluso la consecuencia lógica de su concepción de la novela en la que sabiamente rechaza la acción, la intriga, los personajes y el análisis de los sentimientos. Describe nada más lo concreto y nada más que lo concreto, y con frecuencia el espectáculo, siempre el espectáculo. Esta es su proposición. Todas sus novelas son sucesiones de números, como en el circo, o como en el teatro de revistas, y a veces como en las historietas”.

Una chiquita de hermoso rostro y ojos melancólicos alzó la manita mansturbadora y preguntó por qué razón se citan en la novela autores que no son aquellos que influyeron al autor.

“¿Cómo cuáles?”, pregunté y me dispuse a escribir en el pizarrón.

“Por ejemplo, en la página 135, una persona llamada Columna y descrita como primate viviente que estudiaba Filosofía y Letras, comienza a hablar de Sartre, Nietzsche, Kierkegaard, Francois Villon, Rabelais, Joyce y Carpentier, y sobre todo Carpentier”, terminó con una sonrisa coqueta.

“¿Y según usted qué autores serían antecedentes de esta novela específicamente?”

“Bueno, usted me podría decir si estoy en lo correcto, pero admito que hay una visión esperpéntica propia de Rabelais pero también de Valle Inclán, Kafka que escribió que el arte es antes que nada la conciencia de la desdicha, no su compensación, Luis Ferdinand Céline, para quien el hormiguero humano es sordo, una masa viscosa, una mermelada humana, alucinada, a la que hay que vociferarle, hablarle a gritos. Es posible gritarles lo que uno quiera. Pero ellos no escuchan. Se limitan a arrastrar día y noche sus vidas delante de ellos. La vida les oculta a los hombres su existencia total. Con su propio estrépito no oyen nada. Todo les da igual. Bueno, y quizás Lawrence Sterne, y el último monólogo del Ulises de James Joyce, el monólogo de Molly Bloom que termina con sí yo quiero sí sí, sin ninguna clase de puntuación”, dicho lo cual volvió a sentarse, pues se había puesto de pie.

“Muy bien”, concluí yo, “¿y quién puede aumentar otras posibles influencias que desde luego el propio Dante Medina se encargará de negar aunque le arranquemos los ojos?”

Oí por ahí Guillermo Cabrera Infante y “bien”, dije, y lo anoté en el pizarrón.

Lewis Carroll dijo otra voz y volví a decir “bien”, y pensé en una pregunta de Alicia, ¿a dónde va la luz de una vela cuando está apagada?

“Bueno”, me atreví a concluir, “y todas las películas que ha mirado el autor, y todos los libros que ha leído, y todo lo que ha conversado le permite desarrollar éste chisporroteante monólogo en el que mete músicas, coches, enfermedades, vómitos, dioses aztecas, cerebros, vaginas, cleptómanos, homosexuales, piezas de ajedrez, catársis, León Felipe, Moscú, Viena, un estetoscopio, Tchaikovsky y Herrera de la Fuente, Bach y Baco, un músico chino: Cho-Pin, perplejidades, Estéreo 102, un piano, la muerte, un cuarto amarillo, uno verde, Jesucristo, narices sudadas, José Clemente Orozco, el Paraninfo, equilibrios psíquicos, teléfonos, Brasil, París, Hamburgo, Barcelona, Chicago, Frankestein, mentadas de madre, fornicaciones, vendedores ambulantes, sangre, botones, Pedro Infante, Sonora, zarpazos, calzones de mujeres, Janis, Bob Dylan, Jimmy Hendrix, Puerto Vallarta, Manzanillo, Mazatlán, Tapalpa, una grabadora, un abogado, un cello, un refugio antiaéreo, un pantalón de pana, un poco de sal, el deseo de inmortalidad, se mezcla todo bien, se agrega el talento, la sabiduría, el ritmo y un buen montón de desdoblamientos del autor y se desparrama en 168 páginas”.

“Pero en realidad exagero”, y tosí discretamente, “porque hay una voluntad de orden, una inteligencia vigilante, un deseo de que nada se olvide, por nimio que parezca, un dominio de la lengua que no dudo calificar de ejemplar, y sobretodo cierta ira, la violencia de un buen cantante de rock, que ha extraído de su propia existencia los relatos que nos presenta, que grita y aúlla, recorre el estrado e interpreta su música salvaje para denunciar la realidad de lo que hay en él de más profundo y de más secreto, poniendo encima de la mesa, como decía mi abuelita, su pellejo y sus tripas”.

Decía Goethe que el artista se preocura todo lo posible postulando lo imposible. Pero gracias a Dante Medina, y a Raúl Godínez y a la Editorial Nueva Imagen que no han dejado morir este libro y lo disponen como posible una vez más, como editado una vez más, y muy bien reeditado, veinte años después. A todos ellos gracias, de verdad.

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