Ponencia leída por Gustavo Sainz en la presentación de Tola en el marco de la Feria Iinternacional del Libro de Guadalajara en Noviembre 2007
Ayer en el supermercado, oí a un hombre discutir con una mujer sobre la novela Tola, de Dante Medina. Ella dijo: “tal vez esta novela aunque pasa por narrativa sea solamente irónica, los acontecimientos sólo nos muestran qué empobrecidos estamos, cómo avanzamos supuestamente hacia alguna meta, más que nerviosos y ya cuando todos los utopistas están desencantados. Muestran que nuestras vidas están invadidas por nuestras necesidades, en especial la de durar. He llegado a creer que la narrativa nace del odio hacia uno mismo”.
Él dijo: “Lo que me preocupa es que Tola no da un marco coherente para medir la transición temporal o espacial, el protagonista va de un lugar a otro, o suponemos que va, o cree que avanza cuando en realidad no se mueve. Se transforma en un simple vínculo, la encarnación de la narrativa, su posible simulacro, la pesadilla de su propia realidad”.
Quise decirles que la narrativa de Dante Medina sustituye una narrativa ausente y absorbe siempre la ausencia del otro para poder nombrarla y, al mismo tiempo, cede su propia presencia a las graves soledades del olvido. La narrativa de Dante Medina quise decirles, es aquella en la cual puede inscribirse nuestro destino. Pero se fueron antes de que pudiera hablar.
Cuando volví a casa mi hermana estaba en la sala, esperándome. Le dije: “¿Sabes, manita?, se me acaba de ocurrir que la novela de tu amigo Dante Medina se mueve tan aprisa que no puede seguirse, su transcurso debe ser imaginado. El dirá que es lo más semejante a la vida pero a mí me parece lo menos real”.
“Sí”, dijo mi hermana, “¿Pero no te parece que la mayoría de las novelas se mueven con tal lentitud que saltamos constantemente encima de ellas, imaginándonos lo que sucederá? ¿No se te ha ocurrido que las novelas adonde no se puede saber qué sigue siempre se escriben durante la juventud?”
Más tarde me acordé de un otoño en Nueva York, cuando llegué al convencimiento de que la narrativa adonde la memoria juega un papel importante es aniquiladora. Hacía viento y me di cuenta que la memoria es un movimiento de eventos que no se sostienen en el presente, y es por eso que la memoria se matiza de piedad y la música siempre es un canto fúnebre.
Sonó el teléfono. Era mi abuelita para preguntarme qué estaba haciendo. Le dije que estaba releyendo Tola de Dante Medina para hablar de eso en la FIL de Guadalajara. “¿Y qué es lo que vas a decir?”, me preguntó. Bueno, es como si esta novela se rehusara siempre a comenzar porque los principios son irrelevantes en un universo infinito, y se rehúsa a terminar por la misma razón. Es toda un intermedio suprimido, inenarrable e inexhaustible. “Y abuelita”, le dije, “es como la narrativa que se niega a enmascarar la quietud esencial y genérica, y por eso limita sus comentarios a lo que nunca sucede, o a lo que creen que sucedió”.
Mi abuelita dijo entonces: “Tu abuelo solía hablarme de las novelas que le gustaban, ya sabes Carlo Emilio Gadda, Guimaraes Rosa, Severo Sarduy. Decía que siempre aparecía una mujer con un traje largo que llevaba un ramo de flores. Su pelo caía suavemente sobre sus hombros. Decía que esa mujer aparecía siempre en las primeras páginas y necesitaba a un hombre. La mujer se acercaba a una casa, saludaba al hombre, soltaba las flores. Esto”, continuaba mi abuela “parecía el signo de falta de propósito en la novela experimental, sembrada de semillas de indiferencia”
“Abue”, sugerí, “lo que llamamos narrativa experimental es una sumisión ante los intolerables reclamos del predicado sobre el futuro, y no puede ser experimental si favorece la continuidad, si florece hacia otro predicado. ¿No crees que estos ejercicios narrativos reposan en nuestro deseo de un predicado estéril?”
“Tienes toda la razón”, dijo mi abuelita y colgó.
“Un novelista”, decía mi vecino que me vino a pedir un poco de azúcar, “escribe en la prosa más transparente o en la lengua más castigada, pero siempre describirá a hombres que habríamos podido conocer y gestos que son los nuestros. Su objetivo siempre será expresar la realidad de un mundo humano. Pero tu amigo Dante Medina desconfía de la realidad, desconfía del conocimiento, desconfía de las palabras. Lo horroriza la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que deja de ser sigue siendo, lo que se olvida siempre tiene cuentas pendientes con la memoria, lo que muere sólo encuentra la imposibilidad de morir, y lo que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá. Ese proceso es el día hecho fatalidad, la conciencia cuya luz ya no es la lucidez de la vigilia sino el estupor de la ausencia de sueño, es la existencia sin el ser, tal como el lenguaje de Dante pretende reaprehenderla detrás del sentido de las palabras que la recusan”.
Me fui a acostar y ya en la cama pensé que uno nunca sabe si Tola existe o no existe, si es joven y apuesto o viejo y decrépito, uno ni siquiera sabe si es real o simplemente huidizo. Para Dante Medina la literatura es entonces la preocupación por la verdadera realidad de las cosas, por su existencia desconcertante, libre y silenciosa. Es su inocencia y su presencia prohibidas, el ser que se ofusca ante la revelación, el desafío de lo que no quiere producirse afuera. Por eso en su novela simpatiza con la oscuridad, con la pasión sin meta, con la violencia sin derecho, con todo lo que en el mundo parece perpetuar la negativa de surgir ante el mundo. Por eso se alía a un lenguaje distinto, propio de él, que hace de las palabras una materia sin contorno, un contenido sin forma, una fuerza caprichosa que no dice nada, o lo dice todo, pero más bien que no revela nada y se contenta con anunciar, mediante su negativa a decir algo, que procede de la noche y a la noche vuelve”. Pensaba en esa oscuridad y me quedé dormido.
Cuando desperté preparé el café, y mientras disponía sobre la mesa las tostadas, la mantequilla y la mermelada, mi novia apareció contradiciéndome: “No es sólo que cada momento del lenguaje de esa novela de la que tanto discutes pueda ser ambiguo y decir algo distinto de lo que dice, sino que el sentido general del lenguaje en esta novela es incierto, de él no se sabe si expresa o si representa, si es una cosa o si la significa; si está allí para ser olvidado o si sólo se hace olvidar para que lo vean; si es transparente a causa del poco sentido de lo que dice, oscuro porque dice demasiado, opaco porque no dice nada”.
Poco después, bajo la regadera, y con la cabeza totalmente enjabonada, pensaba que la novela Tola está muy fragmentada, y quizás habría que pensar o explicar la incertidumbre que hace inestables, sin cambiar su dirección, la forma y el contenido de su lectura. Esta carencia puede que no sea accidental. Se halla incorporada en el sentido mismo que mutila; coincide con la representación de una ausencia que ni se tolera ni se rechaza. Las páginas de esta novela poseen la plenitud más extrema, anuncian una obra a la que nada le falta y, por otra parte, toda la obra está dada en esos desarrollos minuciosos que se interrumpen bruscamente, como si ya no hubiera nada que decir. Nada les falta, ni siquiera esa carencia que es su objeto: no es ninguna laguna, es el signo de una imposibilidad que está presente por doquier sin que se admita jamás: imposibilidad de una existencia común, imposibilidad de atenerse a estas imposibilidades.
Mientras me vestía concluí: El arte de la novela para mi amiguísimo Dante es antes que nada la conciencia de la desdicha, no su compensación.
Ay, mi amigo Dante: su asombrosa versatilidad, curiosidad, burlón, tosco, irritable, mitómano, introvertido, risueño, perseverante, genial.
Mi vecino me preguntó si podía darle un aventón a su trabajo. En el camino seguíamos hablando de la novela. “Lo que hay que ver en esa novela no son fragmentos de vida”, dijo contundente, “sino un delirio. Y sobre todo nada de lógica”
“Es una especie de pesadilla, una visión”, intervine, “una comprobación siniestra que nos dice que el mundo es inhabitable, pero que ni siquiera es posible huir de él”.
Un novelista es un transformador.
Mi vecino opinó que quizás la máquina de escribir de Dante, “porque no escribió en computadora, lo puedo apostar”, sugirió, “perdió los signos de puntuación a las primeras de cambio, y por eso la mayor parte de la novela carece de puntuación”, dijo.
“No”, contradije, “yo creo que la ausencia de puntuación pasadas las primeras páginas, se debe más a razones de velocidad narrativa, de ritmo, a cierta desesperación, a cierta ira. Es como una solicitud al lector para que él colabore poniendo la puntuación. A mí me gusta esa audacia, ese valor a renunciar a la prosa periodística, a no parecerse a ningún modelo literario de entonces”.
Ya en la Universidad, inicié mi clase proclamando que “la materia de la que dispone un novelista para escribir, consiste en impresiones, recuerdos, huellas inconscientes que han sido dejadas en él por experiencias pasadas, imaginaciones, en fin, y parta darse a entender, compara esas impresiones y recuerdos, esas huellas inconscientes con una pasta informe, y la describe como describiría un industrial una pasta de papel, mezcla de trapos viejos, trozos de celulosa y deshechos. Todas las impresiones, todos los recuerdos, lo consciente y lo inconsciente, las cosas insignificantes, las alegrías, las conmociones, las citas en otras lenguas, todo, la vida con todo lo que sabía de ella y todo lo que podía sospechar, todo lo que habría de verse, lo que podía demostrar, decir, exponer, las mujeres, las sorpresas, las gentes, lo que nadie ha advertido que sabía, lo que le habían hecho, las cancioncillas a punto de olvidarse, todo eso que dicen encerramos en nuestro cerebro, mescolanza bruta, incoherente, todo ello encabalgándose, escalonándose y encontrándose en las posiciones más extrañas”.
Luego, como en un sueño, mi alumna más bonita leyendo sin tomar aire leyó: “Ena es la de la iniciativa pesca al manejable Pecos casi lo viola entre sus monumentales senos sombras y sombras atormentando la fidelidad de los espejos la perspectiva la hondura del olor a emanaciones corporales salirse temprano madrugar como siempre Tola me viste Pecos está también rápido saltar la verja en escape calladito y la enana en la esquina regando con su manguera que le sale como del cuerpo y el abrigo zotaco hasta el suelo riéndose sin mover los músculos seguro que burlándose cual quien lo sabe con detalles burlándose cual quien está partícipe maldita enana” (p 75)
Un gordo montgolfiérico alzó la mano y preguntó “¿Podríamos llamar ese vocabulario coloquial tapatío?”
Y otra niña de oscuro y larguísimo cabello alzó la diestra poco después y preguntó “¿Eso de la nómina que los personajes llaman la anónima es algo propio de Jilotlán de los Dolores, Jalisco?”.
Y la más alta de todas “¿Podría llamarse histórico al momento en que en las clases que se cuentan en la novela los alumnos responden Heil en vez de presente, extendiendo el brazo derecho con la palma de la mano abierta y chocando los tacones, todos contentos, o es algo propio de la imaginación exaltada de Dante Medina?”
“Dante Medina es como un naturalista exaltado y pinta esas escenas, ese embotamiento que si no sucedió pudo haber sucedido, esas situaciones que nunca dejará de reivindicar, esa burla, esa malicia, esa ironía. Todo esto es incluso la consecuencia lógica de su concepción de la novela en la que sabiamente rechaza la acción, la intriga, los personajes y el análisis de los sentimientos. Describe nada más lo concreto y nada más que lo concreto, y con frecuencia el espectáculo, siempre el espectáculo. Esta es su proposición. Todas sus novelas son sucesiones de números, como en el circo, o como en el teatro de revistas, y a veces como en las historietas”.
Una chiquita de hermoso rostro y ojos melancólicos alzó la manita mansturbadora y preguntó por qué razón se citan en la novela autores que no son aquellos que influyeron al autor.
“¿Cómo cuáles?”, pregunté y me dispuse a escribir en el pizarrón.
“Por ejemplo, en la página 135, una persona llamada Columna y descrita como primate viviente que estudiaba Filosofía y Letras, comienza a hablar de Sartre, Nietzsche, Kierkegaard, Francois Villon, Rabelais, Joyce y Carpentier, y sobre todo Carpentier”, terminó con una sonrisa coqueta.
“¿Y según usted qué autores serían antecedentes de esta novela específicamente?”
“Bueno, usted me podría decir si estoy en lo correcto, pero admito que hay una visión esperpéntica propia de Rabelais pero también de Valle Inclán, Kafka que escribió que el arte es antes que nada la conciencia de la desdicha, no su compensación, Luis Ferdinand Céline, para quien el hormiguero humano es sordo, una masa viscosa, una mermelada humana, alucinada, a la que hay que vociferarle, hablarle a gritos. Es posible gritarles lo que uno quiera. Pero ellos no escuchan. Se limitan a arrastrar día y noche sus vidas delante de ellos. La vida les oculta a los hombres su existencia total. Con su propio estrépito no oyen nada. Todo les da igual. Bueno, y quizás Lawrence Sterne, y el último monólogo del Ulises de James Joyce, el monólogo de Molly Bloom que termina con sí yo quiero sí sí, sin ninguna clase de puntuación”, dicho lo cual volvió a sentarse, pues se había puesto de pie.
“Muy bien”, concluí yo, “¿y quién puede aumentar otras posibles influencias que desde luego el propio Dante Medina se encargará de negar aunque le arranquemos los ojos?”
Oí por ahí Guillermo Cabrera Infante y “bien”, dije, y lo anoté en el pizarrón.
Lewis Carroll dijo otra voz y volví a decir “bien”, y pensé en una pregunta de Alicia, ¿a dónde va la luz de una vela cuando está apagada?
“Bueno”, me atreví a concluir, “y todas las películas que ha mirado el autor, y todos los libros que ha leído, y todo lo que ha conversado le permite desarrollar éste chisporroteante monólogo en el que mete músicas, coches, enfermedades, vómitos, dioses aztecas, cerebros, vaginas, cleptómanos, homosexuales, piezas de ajedrez, catársis, León Felipe, Moscú, Viena, un estetoscopio, Tchaikovsky y Herrera de la Fuente, Bach y Baco, un músico chino: Cho-Pin, perplejidades, Estéreo 102, un piano, la muerte, un cuarto amarillo, uno verde, Jesucristo, narices sudadas, José Clemente Orozco, el Paraninfo, equilibrios psíquicos, teléfonos, Brasil, París, Hamburgo, Barcelona, Chicago, Frankestein, mentadas de madre, fornicaciones, vendedores ambulantes, sangre, botones, Pedro Infante, Sonora, zarpazos, calzones de mujeres, Janis, Bob Dylan, Jimmy Hendrix, Puerto Vallarta, Manzanillo, Mazatlán, Tapalpa, una grabadora, un abogado, un cello, un refugio antiaéreo, un pantalón de pana, un poco de sal, el deseo de inmortalidad, se mezcla todo bien, se agrega el talento, la sabiduría, el ritmo y un buen montón de desdoblamientos del autor y se desparrama en 168 páginas”.
“Pero en realidad exagero”, y tosí discretamente, “porque hay una voluntad de orden, una inteligencia vigilante, un deseo de que nada se olvide, por nimio que parezca, un dominio de la lengua que no dudo calificar de ejemplar, y sobretodo cierta ira, la violencia de un buen cantante de rock, que ha extraído de su propia existencia los relatos que nos presenta, que grita y aúlla, recorre el estrado e interpreta su música salvaje para denunciar la realidad de lo que hay en él de más profundo y de más secreto, poniendo encima de la mesa, como decía mi abuelita, su pellejo y sus tripas”.
Decía Goethe que el artista se preocura todo lo posible postulando lo imposible. Pero gracias a Dante Medina, y a Raúl Godínez y a la Editorial Nueva Imagen que no han dejado morir este libro y lo disponen como posible una vez más, como editado una vez más, y muy bien reeditado, veinte años después. A todos ellos gracias, de verdad.
Saturday, January 05, 2008
Friday, January 04, 2008
Atemporia
Ponencia leída por Gustavo Sainz en la presentación de Atemporia en el marco de la Feria Iinternacional del Libro de Guadalajara en Noviembre 2007
Si pienso en Atemporia, la extraordinaria nueva revista de Alejandra Peart y Eduardo Ribé, pienso en lo leído, poemas y pequeñas prosas, notas de discos, y de una manera más explícita veo las fotografías asociadas con lo insólito o lo extraño, como si nos estuvieran enseñando a mirar. Lo destacable es que este grupo de jóvenes enfrentan la escritura y la creación con sus visiones callejeras e íntimas antes de sacar conclusiones de un ámbito supuestamente más adecuado como podría ser el de la teoría literaria.
Esta nueva generación, si se me permite compararla, es como un cazador que está al acecho de las palabras y las ideas intentando cobrarse una pieza que siempre amenaza con escapar. Curiosamente la victoria o la derrota finales, siendo lo decisivo, pesan menos que la tensa incertidumbre del trayecto. Baudelaire veía al escritor bajo las siluetas del cazador o el pugilista. Los escritores como los boxeadores entrenan en solitario, golpeando mientras golpea, en un combate permanente con las palabras y la gramática.
¿O son como cirujanos? Los cirujanos es obvio quieren terminar con éxito su labor. Pero este deseo es sólo una sombra que apenas logra conmoverlos en cada uno de los instantes de los minuciosos procesos en el que se hallan abocados. Los cirujanos del lenguaje separan la piel de las palabras, hurgan en las entrañas de su significado, tratando de alcanzar aquellas capas profundas en que se alojan las vísceras de la existencia. Alejandra y Eduardo entendidos como cirujanos se sumergen en los subsuelos del mundo y en tal descenso logran ser meticulosos, incisivos y en cierta manera, despiadados.
Paralelamente estos escritores necesitan desarrollar un gusto peculiar por las vastas perspectivas y, de la misma manera en que se adiestran para trabajar en los espacios interiores, tienen que aprender a considerar los escenarios de la vida como si estuvieran en condiciones de contemplarla en una mirada panorámica.
Esto nos acerca en alguna medida al punto de vista de los cartógrafos, quienes acostumbrados por su experiencia, logran orientarse en amplios territorios mediante la multiplicación de sucesivas escalas. La pandilla de Atemporia asume el talante de los cartógrafos cuando son capaces de cifrar en las páginas de su revista la geografía viva de un mundo aparentemente inabarcable.
Al utilizar estos símiles quiero insinuar que el trabajo de estos jóvenes, se despliega siempre en el interior de una tensión provocada, por una parte, por un ánimo de introspección, y por otro, por la exigencia de universalidad.
No es la revista de lo de siempre, sino la revista de lo de nunca. Quizás por lo privilegiado de las imágenes, fotografías y dibujos que la pueblan, y lo caprichoso del formato, habría que inventar un término, algo así como “escritura transversal”, ya que se trata de una escritura que atraviesa las distintas formas expresivas con el deseo de recorrer las variadas islas que conforman el archipiélago de sus visiones.
No se parece a las revistas que se ofrecen cerca de las cajas en los supermercados, tampoco se parece a otras revistas supuestamente culturales a nuestro alcance. Es experimental y tentativa, implica algo así como la matriz de toda escritura, cuestiona todos nuestros métodos para registrar y detener la realidad, detectarla.
Imagínense que Alejandra es potencialmente una novelista, pero al mismo tiempo desconfía de las novelas históricas, del realismo psicológico, del minimalismo. Además hay tantas personas que ella aprecia que le han dicho que la novela ha muerto, que carece de futuro. La novela transformaba la vida en destino, las personas en personajes, la memoria en argumento, la biografía en cronología. Ya no era posible describir toda una vida entendida como una totalidad con un principio y un fin. La Bildungsroman clásica ha desaparecido junto con el Complejo de Edipo. Ya no existen.
Alejandra es una novelista que en vez de hacer novelas decidió hacer una revista. Pero en su revista indaga en busca de sí misma como lo haría en una novela, y especialmente busca lo desconocido que hay en ella misma. Por medio de sus fotografías, dibujos, diseños, palabras, intenta encontrar el camino de lo que no sabe, aislarlo y rodearlo, acercarse a lo que no se ha dicho nunca o todavía, a lo que no puede decirse sobre la existencia humana a través de lo que se dice.
Atemporia tiene una vinculación muy fuerte con la vida cotidiana. Una persona real puede ser diez veces más interesante que un personaje de ficción.
Atemporia debe mantener todo unido. Los contrastes y los antagonismos más evidentes. La vida es imposible. Lo imposible se hace posible. Lo que carece de significado adquiere sentido.
Atemporia es el ámbito osmótico por excelencia, el espacio de encrucijada adonde confluyen los diversos y a veces antagónicos, intentos de aproximación a la existencia a través de sus páginas.
Atemporia es el flanco más lábil, más permanentemente inacabado, más necesariamente vampírico del archipiélago editorial. La concepción de una revista como un engranaje cerrado y perfecto, un mundo autosuficiente que se alimenta a sí mismo, y que no se parece a ningún otro.
Atemporia dice más acerca de quienes la hacen, que lo que podrían decir en una novela. La fuerza de esta empresa se debe a la capacidad de sus colaboradores para construir su material. Es visible su voluntad épica, su presencia obviamente. Pero además se nota cierto deseo de originalidad, cierto deleite en contar una escena, describir un paisaje, mirar a un transeúnte como si fuera por primera vez.
Y maravillosamente están abiertos a influencias y contaminaciones, campo de adiestramiento para experimentar la perpetua mutación de nuestro vínculo con el universo que nos rodea.
Atemporia se inclina necesariamente hacia la captación de signos todavía latentes, todavía embrionarios que crecen en la trastienda de la sensibilidad contemporánea.
Atemporia proclama con orgullo que lo único que importa es el lenguaje y la forma. Todas las historias se han contado antes y mejor, y lo único que queda es producir arabescos, ensamblajes de textos y santificación de la computadora personal, además, por qué no, de verterlo al mercado. Y sin embargo encpntraremos historias ocultas en algún lugar de estas páginas tan extrañas y novedosas.
Atemporia sigue creyendo en la vida. Pero al decir vida hablo de lo incalculable, de lo distinto, de la esperanza y de la suerte. ¿Atemporia ve la vida como un juego comprometido con el destino o como una condena?
¿Cree en la existencia o la muerte? La vida es peligrosa, siempre lo ha sido y siempre lo será, es lo que siempre nos dice la literatura: vives en medio del peligro, luego estás vivo. Los novelistas de nuestra época nos dicen: vives, luego estás condenado. ¿Atemporia es un pedazo de vida o solamente el final de la partida, el veredicto del Tribunal, el informe de un centro penitenciario, una exterminación absurda a la cual se condena a sí misma?
Confío en su futuro porque confío en su capacidad de visión, de anticipación, más allá de las figuras que el orden del mundo parece presentarnos como seguras e inevitables. Confío plenamente en que este grupo de entusiastas jóvenes editores logren si no son capaces de cambiar el orden del mundo, si en cambio logren mostrar que después de todo, visto el mundo desde sus infinitos recovecos, tal orden es inexistente.
Y quizás sea en esta suprema negación donde se afirma todavía el poder de Atemporia.
Si pienso en Atemporia, la extraordinaria nueva revista de Alejandra Peart y Eduardo Ribé, pienso en lo leído, poemas y pequeñas prosas, notas de discos, y de una manera más explícita veo las fotografías asociadas con lo insólito o lo extraño, como si nos estuvieran enseñando a mirar. Lo destacable es que este grupo de jóvenes enfrentan la escritura y la creación con sus visiones callejeras e íntimas antes de sacar conclusiones de un ámbito supuestamente más adecuado como podría ser el de la teoría literaria.
Esta nueva generación, si se me permite compararla, es como un cazador que está al acecho de las palabras y las ideas intentando cobrarse una pieza que siempre amenaza con escapar. Curiosamente la victoria o la derrota finales, siendo lo decisivo, pesan menos que la tensa incertidumbre del trayecto. Baudelaire veía al escritor bajo las siluetas del cazador o el pugilista. Los escritores como los boxeadores entrenan en solitario, golpeando mientras golpea, en un combate permanente con las palabras y la gramática.
¿O son como cirujanos? Los cirujanos es obvio quieren terminar con éxito su labor. Pero este deseo es sólo una sombra que apenas logra conmoverlos en cada uno de los instantes de los minuciosos procesos en el que se hallan abocados. Los cirujanos del lenguaje separan la piel de las palabras, hurgan en las entrañas de su significado, tratando de alcanzar aquellas capas profundas en que se alojan las vísceras de la existencia. Alejandra y Eduardo entendidos como cirujanos se sumergen en los subsuelos del mundo y en tal descenso logran ser meticulosos, incisivos y en cierta manera, despiadados.
Paralelamente estos escritores necesitan desarrollar un gusto peculiar por las vastas perspectivas y, de la misma manera en que se adiestran para trabajar en los espacios interiores, tienen que aprender a considerar los escenarios de la vida como si estuvieran en condiciones de contemplarla en una mirada panorámica.
Esto nos acerca en alguna medida al punto de vista de los cartógrafos, quienes acostumbrados por su experiencia, logran orientarse en amplios territorios mediante la multiplicación de sucesivas escalas. La pandilla de Atemporia asume el talante de los cartógrafos cuando son capaces de cifrar en las páginas de su revista la geografía viva de un mundo aparentemente inabarcable.
Al utilizar estos símiles quiero insinuar que el trabajo de estos jóvenes, se despliega siempre en el interior de una tensión provocada, por una parte, por un ánimo de introspección, y por otro, por la exigencia de universalidad.
No es la revista de lo de siempre, sino la revista de lo de nunca. Quizás por lo privilegiado de las imágenes, fotografías y dibujos que la pueblan, y lo caprichoso del formato, habría que inventar un término, algo así como “escritura transversal”, ya que se trata de una escritura que atraviesa las distintas formas expresivas con el deseo de recorrer las variadas islas que conforman el archipiélago de sus visiones.
No se parece a las revistas que se ofrecen cerca de las cajas en los supermercados, tampoco se parece a otras revistas supuestamente culturales a nuestro alcance. Es experimental y tentativa, implica algo así como la matriz de toda escritura, cuestiona todos nuestros métodos para registrar y detener la realidad, detectarla.
Imagínense que Alejandra es potencialmente una novelista, pero al mismo tiempo desconfía de las novelas históricas, del realismo psicológico, del minimalismo. Además hay tantas personas que ella aprecia que le han dicho que la novela ha muerto, que carece de futuro. La novela transformaba la vida en destino, las personas en personajes, la memoria en argumento, la biografía en cronología. Ya no era posible describir toda una vida entendida como una totalidad con un principio y un fin. La Bildungsroman clásica ha desaparecido junto con el Complejo de Edipo. Ya no existen.
Alejandra es una novelista que en vez de hacer novelas decidió hacer una revista. Pero en su revista indaga en busca de sí misma como lo haría en una novela, y especialmente busca lo desconocido que hay en ella misma. Por medio de sus fotografías, dibujos, diseños, palabras, intenta encontrar el camino de lo que no sabe, aislarlo y rodearlo, acercarse a lo que no se ha dicho nunca o todavía, a lo que no puede decirse sobre la existencia humana a través de lo que se dice.
Atemporia tiene una vinculación muy fuerte con la vida cotidiana. Una persona real puede ser diez veces más interesante que un personaje de ficción.
Atemporia debe mantener todo unido. Los contrastes y los antagonismos más evidentes. La vida es imposible. Lo imposible se hace posible. Lo que carece de significado adquiere sentido.
Atemporia es el ámbito osmótico por excelencia, el espacio de encrucijada adonde confluyen los diversos y a veces antagónicos, intentos de aproximación a la existencia a través de sus páginas.
Atemporia es el flanco más lábil, más permanentemente inacabado, más necesariamente vampírico del archipiélago editorial. La concepción de una revista como un engranaje cerrado y perfecto, un mundo autosuficiente que se alimenta a sí mismo, y que no se parece a ningún otro.
Atemporia dice más acerca de quienes la hacen, que lo que podrían decir en una novela. La fuerza de esta empresa se debe a la capacidad de sus colaboradores para construir su material. Es visible su voluntad épica, su presencia obviamente. Pero además se nota cierto deseo de originalidad, cierto deleite en contar una escena, describir un paisaje, mirar a un transeúnte como si fuera por primera vez.
Y maravillosamente están abiertos a influencias y contaminaciones, campo de adiestramiento para experimentar la perpetua mutación de nuestro vínculo con el universo que nos rodea.
Atemporia se inclina necesariamente hacia la captación de signos todavía latentes, todavía embrionarios que crecen en la trastienda de la sensibilidad contemporánea.
Atemporia proclama con orgullo que lo único que importa es el lenguaje y la forma. Todas las historias se han contado antes y mejor, y lo único que queda es producir arabescos, ensamblajes de textos y santificación de la computadora personal, además, por qué no, de verterlo al mercado. Y sin embargo encpntraremos historias ocultas en algún lugar de estas páginas tan extrañas y novedosas.
Atemporia sigue creyendo en la vida. Pero al decir vida hablo de lo incalculable, de lo distinto, de la esperanza y de la suerte. ¿Atemporia ve la vida como un juego comprometido con el destino o como una condena?
¿Cree en la existencia o la muerte? La vida es peligrosa, siempre lo ha sido y siempre lo será, es lo que siempre nos dice la literatura: vives en medio del peligro, luego estás vivo. Los novelistas de nuestra época nos dicen: vives, luego estás condenado. ¿Atemporia es un pedazo de vida o solamente el final de la partida, el veredicto del Tribunal, el informe de un centro penitenciario, una exterminación absurda a la cual se condena a sí misma?
Confío en su futuro porque confío en su capacidad de visión, de anticipación, más allá de las figuras que el orden del mundo parece presentarnos como seguras e inevitables. Confío plenamente en que este grupo de entusiastas jóvenes editores logren si no son capaces de cambiar el orden del mundo, si en cambio logren mostrar que después de todo, visto el mundo desde sus infinitos recovecos, tal orden es inexistente.
Y quizás sea en esta suprema negación donde se afirma todavía el poder de Atemporia.
Sunday, November 21, 2004
Libros de cabecera. Gustavo Sainz
Se cuenta que Marcel Prust mandó el manuscrito del primer volumen de En busca del tiempo perdido a un tal Humblot, director de la editorial Ollendorf, adonde publicaban sus amigos, y que como respuesta recibió una carta que decía: “Estimado amigo: quizás sea tonto de remate y totalmente insensato, pero por mucho que me esfuerce no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido”. Y eso precisamente era lo que me gustaba de A la sombra de las muchachas en flor, la extraordinaria percepción del narrador que ponía ojos a mis ojos, y era capaz de un increíble efecto de cámara lenta para describir la caída de una hoja de árbol en otoño, o la sensación de un beso de la abuela en la mejilla del niño que ya se iba a dormir. En la obra de Proust el relato podía acelerarse o detenerse, ensancharse o contraerse. El imperativo del deseo físico, el deslumbramiento que le provocaban las muchachas de Balbec, la morbosidad de Sodoma y Gomorra, Albertina prisionera y luego desaparecida, las relaciones lésbicas entre Andrea y Albertina, la tortura de los celos. “Decir pasado es decir mal, porque para los celos no hay pasado ni porvenir, y lo que imaginan es siempre presente”. Afirman que cuando alguien le señaló ciertos anacronismos, Proust dijo que se debían “a la forma aplanada que adoptaban sus personajes a causa de su rotación en el tiempo”. ¡Y las oraciones tan largas, llenas de incisos, hasta agotar la observación! Describiendo a M. de Quercy, su ademán de alisar el rebelde cabello con un movimiento delicado, el narrador acusa que el desgraciado aristócrata no sólo parece una mujer, sino que lo es, ya que pertenece a la raza de los hombres que aman a los hombres, y sigue una oración que tiene más de mil quinientas palabras, la más larga de todas las que aparecen en los siete volúmenes de su obra maestra.
Un narrador original abre un continente. Dice Proust que el artista original procede del modo como lo hacen los ocultistas, que, al concluir el no siempre agradable tratamiento, le dicen al paciente “Ahora mírese”, y el paciente ve repentinamente con claridad. Proust se sirve del ejemplo de Renoir para demostrar que el mundo no ha sido creado una sola vez, sino tantas como ha aparecido un nuevo artista. Renoir nos regaló una nueva mirada. Dice Proust: “Pasan por la calle mujeres diferentes de las de antaño porque son Renoir, los Renoir en que nos negábamos ayer a ver mujeres. También los coches son Renoir, y el agua y el cielo: sentimos ganas de pasearnos por el bosque parecido al que el primer día nos parecía todo menos un bosque, y sí, por ejemplo, una tapicería de matices numerosos, pero en la que faltaban justamente los matices de los bosques”. Hemos aprendido a mirar a Goya de otra manera y mejor después de Picasso, a Velásquez después de Goya, hemos entendido La Celestina mejor después de haber leído a Galdós y a Galdós una vez que hemos leído a Max Aub; pero aquí vale también el proceso inverso. Proust lo expresó así: “Hay trozos de Turber en la obra de Poussin, una frase de Flaubert en Montesquieu”. Misteriosamente las obras del pasado nos hacen leer el pasado, pero sobre todo, el presente. Malraux, en Las voces del silencio, lo expresa diciendo que todo gran arte modifica a sus predecesores. Y va más lejos cuando dice: “Las obras de arte resucitan en nuestro mundo, no en el suyo. Entendemos lo que dicen esas obras de arte, no lo que dijeron”. Gérard Genette en La obra de arte. Trascendencia e inmanencia, pone el texto de Malraux junto al de Jorge Luis Borges en Ficciones: “Cada escritor crea sus precursores. Su aportación modifica nuestra concepción del pasado como la del futuro”, y también con las afirmaciones de Michael Baxandall en Formas de la intención, quien piensa que cada artista atrae sobre sí a su precursor, porque la historia del arte se vive siempre al revés, a partir del presente. Recordemos al Pierre Menard que escribió el Quijote porque “un libro cambia por no cambiar mientras el mundo cambia”.
Proust se encontró con Joyce una vez, en octubre de 1920. Compartieron un taxi, y Proust se quejó del estómago y Joyce de la úlcera, pero no se reconocieron como escritores, pese a que Joyce le escribió a un amigo que había leído algunas páginas de Proust, pero que no le parecían “indicativas de especial talento, aunque no había que olvidar que él era muy mal crítico”. Sin embargo en Finnegans Wake, novela que al igual que A la busca del tiempo perdido, es de construcción en espiral, y que al terminar vuelve a empezar, aparece la exclamación “Prost bitte!” (424); y también “los prouts inventarán un nuevo modo de escribir” (482); “swansway” (camino de Swann) (460, 466); “dos piernilargas en flor” (587) y aún más. Los primeros libros de Joyce, los cuentos de Dublineses, y la novela Retrato del Artista Adolescente, a pesar de privilegiar momentos “epifánicos” en los que se revela el sentido y la plenitud de la vida”, no preparaban para el estridente desorden de Ulises, el primer libro que proponía sus problemas de estructura como evidentes, y los hacía emerger con una violencia inusitada. El capítulo de la llegada al periódico, por citar uno, escrito como si se tratara de un periódico, con titulares de densidad victoriana a titulares del diario sensacionalista de la tarde, balazos, secundarias, sumarios, y múltiples notas breves en las que se agotan todas las figuras retóricas.
En concepción y técnica intenté representar la tierra, que es prehumana y posiblemente posthumana, escribió Joyce en una de sus cartas (II, 95). Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y al mismo tiempo el ciclo del cuerpo humano y también una pequeña historia de jornada (vida). También es una especie de enciclopedia. Mi intención no es la de no sólo presentar el mito sub specie tempores nostri, sino también que cada aventura (es decir, cada hora, cada órgano y cada arte conectados y fundidos en el esquema somático del conjunto) condicione o, mejor dicho, cree su propia técnica.
Después de Joyce ya no deberían existir simplificaciones narrativas. Las novelas tendrían que ser como la vida: monstruosa, infinita, ilógica, abrupta y espasmódica. Además estaba allí ese monólogo al final con la señora Molly Bloom en el que se asumían todas las condiciones de una nueva técnica creada por Dujardin, un escritor francés, en su novela Los laureles están verdes. Un discurso en el que el escritor no intervenía para explicar nada, que no implicaba a ningún oyente, y que probablemente ni siquiera estaba formulado, pero que incluía sentimientos casi inconscientes, íntimos, y tenía que carecer de organización lógica y expresarse mediante afirmaciones reducidas a un mínimo de sintaxis. Y encima de todo eso estaba el humor, los juegos de palabras, la épica de lo cotidiano que hacía coincidir todo eso en la historia de un sólo día. Para escribir después de Joyce habría que extenderse en todas direcciones.
La escritora irlandesa Edna O´Brien le cuenta a Philip Roth en una entrevista en 1964, que cuando se puso a leer el Ulises, era muy joven todavía y no pudo superar los obstáculos, “era algo demasiado inaccesible, demasiado masculino para mí, aparte del famoso fragmento de Molly Bloom. Pero ahora pienso que Ulises”, sigue O´Briean, “es el libro más divertido, brillante, intrincado y desaburrido que he leído nunca. Lo cojo cada vez que se me ocurre, leo unas cuántas páginas y es como si me hubieran hecho una transfusión de cerebro. Su carácter intimidatorio no se plantea: Joyce está más allá de toda frontera, más allá de todos nosotros, en las remotas Azores, como podría haber dicho él”.
Thomas Mann en cambio, representaba “lo literario” por excelencia y sin tanto exabrupto. Para los que comenzábamos a leer en los años cincuentas, traía el prestigio de haber ganado el Premio Nóbel en 1929. Sus novelas mayores son tremendos tour de force, pero para mi gusto, grandes ejemplos de un tempo lento, ralenti, y sobretodo, la primera vez, antes de la tetralogía de Robert Musil, El Hombre sin atributos, la novela ensayo, sobre el cristianismo, la Edad Media y el Renacimiento, la economía a finales del Siglo XIX, el desarrollo de la anatomía, la química y la música, las ideas de Dante, Rousseau y Carducci, o la nueva democracia burguesa. Se evidencia el tiempo actuando sobre distintas generaciones de hombres. Se suceden nacimientos, bodas momentos felices, reveses comerciales, muertes, y todos los personajes, por ejemplo en Los Buddenbrook, son capitalistas arribistas.
En La Montaña Mágica, un grupo de enfermos de varios países sufren convalecen o mueren en un sanatorio antituberculoso. Para describir las tres primeras semanas de estancia se emplean las primeras doscientas páginas. Después el tiempo que sigue es mental, pasa sin medida a la vista. A través de la novela se teoriza sobre una doble concepción del tiempo, espacial y psicológica. Dice Hans Castorp: “cuando el tiempo nos parece largo es largo, y cuando nos parece corto es corto; pero nadie puede saber que cantidad de longitud o de brevedad tiene” (89). En el capítulo VII, el narrador pregunta “¿puede narrarse el tiempo, el tiempo en sí mismo, como tal y en sí? No; eso sería en verdad una loca empresa. Una narración en la cual se diría: El tiempo pasaba, resbalaba, el tiempo seguía su curso…” Como en la música, la narración de Mann, a veces dialogada durante muchas páginas, y descriptiva en otras, “realiza” el tiempo, lo “llena convenientemente”, lo “divide” y lo “trastorna” de manera que pase algo.
También estaba la excelente novela corta La Muerte en Venecia, la elegía del artista Tonio Kröger, y la novela simbólica Doctor Faustus, donde la biografía de Leverkühn coincide con la historia de la catástrofe germana. Su locura coincide con la locura bélica, desde principios de siglo hasta 1945. Pero allí, de manera natural están Fausto y Nietzsche; están Beethoven y Wagner, Schönberg, y Albert Dürer, y la ya conocida simpatía de Mann por la muerte. Todo se derrumba en las novelas en Mann. “Con la particularidad de que la palabra histórico se aplica con una vehemencia mucho más sombría a la época en que escribo que aquella acerca de la cual escribo” (321). Inventarios de las cenizas. Derrumbes de las sociedades. Kafka aparece como un hombre muy serio, que además de la culpa nos regala la noticia de que el infierno está aquí, alrededor nuestro, ahora mismo. Para Sartre, “Kafka es el novelista de la trascendencia imposible; el universo está para él cargado con signos que no comprendemos”. Para Lukacs, en cambio “Kafka es ateo en el sentido de privar al mundo de Dios”. Para Camus, el secreto de Kafka reside en las oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo universal, lo trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico”. El puertorriqueño Angel Flores, ya desaparecido, al traducir La Metamorfosis, de Kafka al inglés, en el prólogo se apropió de una categoría que usaban en la pintura alemana, y empleó por primera vez la calificación de “realismo mágico”, aplicada a un texto narrativo.
Kafka sufría de múltiples maneras, como judío de lengua alemana dentro del antisemitismo de la capital checa, como ciudadano bajo la presión de la burocracia de la monarquía austrohúngara, y sus complejas relaciones con su padre o Milena, se reflejan en su producción, desde el extraño relato Descripción de una lucha, hasta los capítulos realistas de América, o el tono inquietante de La Metamorfósis, El Proceso y En una colonia penitenciaria, o El Castillo y El topo gigante. Hoy tengo el gran deseo de sacar por completo fuera de mí, escribiendo, todo mi estado de ansiedad y, así como viene de la profundidad, de introducirlo en la profundidad del papel o de ponerlo por escrito, de tal suerte que yo pueda introducir en mí la cosa escrita: son palabras suyas. En Kafka comprobamos la exigencia de la obra y la vanalidad de la obra, el horror de la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que dejaba de ser podía seguir siendo, el que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá, lo que se cree olvidar siempre regresa en la memoria, y el que quiere morir sólo encuentra la imposibilidad de morir.
Dietrich Schwanitz afirma en La Cultura. Todo lo que hay que saber, que la literatura compensa la división de la molécula social en “privado” y “público”, y resulta por ello, paradójica, ya que es una comunicación pública de lo privado. De ahí que se dedique a atravesar fronteras permanentemente. La literatura trata de tabúes, revelaciones y secretos, delitos, misterios y enigmas. Nos seduce para que los presenciemos. Es, igual que el amor, una forma de intimidad. También una especie de psicoanálisis de la política. Se trata además de la única comunicación en la que se experimenta el mundo desde la perspectiva y la conciencia de otra figura. También en esto coincide con el amor, porque crea una relación íntima entre el personaje y el lector, de tal manera que el lector contempla la figura desde fuera y desde dentro. Así comparte las observaciones del protagonista y puede examinarlas. La literatura hace posible lo que normalmente no lo es: participar en experiencias y observarlas al mismo tiempo. Leemos porque amamos o porque queremos ser amados... Leemos como amamos.
Nuestra cultura se consagró en dos impulsos; la invención de la escritura y la invención de la imprenta. La inaprensible y caótica y simultánea realidad fue sustituida en los textos escritos por la concentración sobre un tema y la coherencia interna. Sólo la escritura fijó el lenguaje, hizo posible su control y lo sujetó a las reglas de la gramática. La diferencia de tiempo y ritmo entre la palabra hablada y la escrita fue estructurada para establecer el significado. Mediante la alineación de la sucesión sujeto, verbo, predicado con todos sus complementos, puede construirse el orden lógico del pensamiento sobre la secuencia de las partes de la frase. Para ello es necesario desprenderse del mundo exterior y centrar la atención en el interior. Se requiere capacidad de concentración. En los últimos 40 años esta capacidad ha conocido un enemigo mortal: la televisión. El ritmo de las imágenes coincide exactamente con la necesidad del cerebro de ser estimulado. Actúa como una droga. Lógicamente los televidentes tienen cada vez menos capacidad de concentración y difícilmente soportan la reducción del ritmo de los procesos para construir significados. Estoy hablando del trivializador total, de la televisión comercial, no de unos cuantos canales. Docenas de jóvenes consideran las clases como una suerte de entretenimiento, comparan al profesor con las estrellas de la televisión y cambian de canal porque se aburren. Mediante la televisión la comunicación oral ha vuelto a tomar el mando. Bienvenidos al mundo de la Diversión Total. No saben lo que se han estado perdiendo. ¿O sí lo saben? El que no satisface sus necesidades de fantasía mediante los libros antes de ver televisión, no desarrolla costumbres lectoras firmes. Leer siempre será arduo.
Otro enemigo mortal de la cultura lo constituyen las megaeditoriales trasnacionales. Estas empresas con toda sangre fría empezaron por rematar los fondos “literarios” de las editoriales que habían comprado. Luego iniciaron una destrucción pormenorizada y calculada del gusto para imponernos libros que no tienen nada que ver ni con la lucha por la expresión, ni con las diferencias nacionalistas, para forzarnos a leer a todos en pésimas traducciones mamotretos como El código Da Vinci. Los libros de los verdaderos escritores hay que buscarlos en las bibliotecas públicas o en las librerías de viejo.
Y la censura. La censura constantemente, comercial o supuestamente moral, nos impide acceder a las mejores obras de nuestra cultura y de la cultura extranjera, pero también no deja más opción que pedirnos que nos satisfagamos con lo peor de la cultura de masas.
“Tengo siempre mucho cuidado con las palabras pesimismo y optimismo”, decía Milan Kundera en una entrevista reciente. “Una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes. Invento historias, las pongo frente a frente, y por este procedimiento hago las preguntas”. La estupidez de la gente procede de tener una pregunta para todo. Cuando don Quijote sale al mundo, este se convierte en un misterio para sus ojos. Tal es el legado de la primer novela europea a toda la historia de la novela que vino después. El novelista enseña al lector a aprehender el mundo como pregunta. Hay sabiduría y tolerancia en esa actitud. En un mundo edificado sobre verdades sacrosantas, la novela está muerta. El mundo totalitario, básese en Marx, en el Islam o en cualquier otro fundamento, es un mundo de respuestas, en vez de preguntas. En él no tiene cabida la novela. En todo caso, me parece a mí que hoy en día, en el mundo entero, la gente prefiere juzgar a comprender, contestar a preguntar. Así, la voz de la novela apenas puede oírse en el estrépito necio de las certezas humanas.
Dicen que Mallarmé, semanas antes de morir, dijo que “la carne era triste y había leído todos los libros”. Afortunadamente para mí, como para muchos de nosotros, el amor no es triste y nos quedan miles de libros por leer…
Esta ponencia fue presentada el día 21 de octubre de 2004, en el Festival de las Letras, Monterrey, N.L.
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