Sunday, November 21, 2004

Libros de cabecera. Gustavo Sainz

Se cuenta que Marcel Prust mandó el manuscrito del primer volumen de En busca del tiempo perdido a un tal Humblot, director de la editorial Ollendorf, adonde publicaban sus amigos, y que como respuesta recibió una carta que decía: “Estimado amigo: quizás sea tonto de remate y totalmente insensato, pero por mucho que me esfuerce no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido”. Y eso precisamente era lo que me gustaba de A la sombra de las muchachas en flor, la extraordinaria percepción del narrador que ponía ojos a mis ojos, y era capaz de un increíble efecto de cámara lenta para describir la caída de una hoja de árbol en otoño, o la sensación de un beso de la abuela en la mejilla del niño que ya se iba a dormir. En la obra de Proust el relato podía acelerarse o detenerse, ensancharse o contraerse. El imperativo del deseo físico, el deslumbramiento que le provocaban las muchachas de Balbec, la morbosidad de Sodoma y Gomorra, Albertina prisionera y luego desaparecida, las relaciones lésbicas entre Andrea y Albertina, la tortura de los celos. “Decir pasado es decir mal, porque para los celos no hay pasado ni porvenir, y lo que imaginan es siempre presente”. Afirman que cuando alguien le señaló ciertos anacronismos, Proust dijo que se debían “a la forma aplanada que adoptaban sus personajes a causa de su rotación en el tiempo”. ¡Y las oraciones tan largas, llenas de incisos, hasta agotar la observación! Describiendo a M. de Quercy, su ademán de alisar el rebelde cabello con un movimiento delicado, el narrador acusa que el desgraciado aristócrata no sólo parece una mujer, sino que lo es, ya que pertenece a la raza de los hombres que aman a los hombres, y sigue una oración que tiene más de mil quinientas palabras, la más larga de todas las que aparecen en los siete volúmenes de su obra maestra.
Un narrador original abre un continente. Dice Proust que el artista original procede del modo como lo hacen los ocultistas, que, al concluir el no siempre agradable tratamiento, le dicen al paciente “Ahora mírese”, y el paciente ve repentinamente con claridad. Proust se sirve del ejemplo de Renoir para demostrar que el mundo no ha sido creado una sola vez, sino tantas como ha aparecido un nuevo artista. Renoir nos regaló una nueva mirada. Dice Proust: “Pasan por la calle mujeres diferentes de las de antaño porque son Renoir, los Renoir en que nos negábamos ayer a ver mujeres. También los coches son Renoir, y el agua y el cielo: sentimos ganas de pasearnos por el bosque parecido al que el primer día nos parecía todo menos un bosque, y sí, por ejemplo, una tapicería de matices numerosos, pero en la que faltaban justamente los matices de los bosques”. Hemos aprendido a mirar a Goya de otra manera y mejor después de Picasso, a Velásquez después de Goya, hemos entendido La Celestina mejor después de haber leído a Galdós y a Galdós una vez que hemos leído a Max Aub; pero aquí vale también el proceso inverso. Proust lo expresó así: “Hay trozos de Turber en la obra de Poussin, una frase de Flaubert en Montesquieu”. Misteriosamente las obras del pasado nos hacen leer el pasado, pero sobre todo, el presente. Malraux, en Las voces del silencio, lo expresa diciendo que todo gran arte modifica a sus predecesores. Y va más lejos cuando dice: “Las obras de arte resucitan en nuestro mundo, no en el suyo. Entendemos lo que dicen esas obras de arte, no lo que dijeron”. Gérard Genette en La obra de arte. Trascendencia e inmanencia, pone el texto de Malraux junto al de Jorge Luis Borges en Ficciones: “Cada escritor crea sus precursores. Su aportación modifica nuestra concepción del pasado como la del futuro”, y también con las afirmaciones de Michael Baxandall en Formas de la intención, quien piensa que cada artista atrae sobre sí a su precursor, porque la historia del arte se vive siempre al revés, a partir del presente. Recordemos al Pierre Menard que escribió el Quijote porque “un libro cambia por no cambiar mientras el mundo cambia”.
Proust se encontró con Joyce una vez, en octubre de 1920. Compartieron un taxi, y Proust se quejó del estómago y Joyce de la úlcera, pero no se reconocieron como escritores, pese a que Joyce le escribió a un amigo que había leído algunas páginas de Proust, pero que no le parecían “indicativas de especial talento, aunque no había que olvidar que él era muy mal crítico”. Sin embargo en Finnegans Wake, novela que al igual que A la busca del tiempo perdido, es de construcción en espiral, y que al terminar vuelve a empezar, aparece la exclamación “Prost bitte!” (424); y también “los prouts inventarán un nuevo modo de escribir” (482); “swansway” (camino de Swann) (460, 466); “dos piernilargas en flor” (587) y aún más. Los primeros libros de Joyce, los cuentos de Dublineses, y la novela Retrato del Artista Adolescente, a pesar de privilegiar momentos “epifánicos” en los que se revela el sentido y la plenitud de la vida”, no preparaban para el estridente desorden de Ulises, el primer libro que proponía sus problemas de estructura como evidentes, y los hacía emerger con una violencia inusitada. El capítulo de la llegada al periódico, por citar uno, escrito como si se tratara de un periódico, con titulares de densidad victoriana a titulares del diario sensacionalista de la tarde, balazos, secundarias, sumarios, y múltiples notas breves en las que se agotan todas las figuras retóricas.
En concepción y técnica intenté representar la tierra, que es prehumana y posiblemente posthumana,
escribió Joyce en una de sus cartas (II, 95). Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y al mismo tiempo el ciclo del cuerpo humano y también una pequeña historia de jornada (vida). También es una especie de enciclopedia. Mi intención no es la de no sólo presentar el mito sub specie tempores nostri, sino también que cada aventura (es decir, cada hora, cada órgano y cada arte conectados y fundidos en el esquema somático del conjunto) condicione o, mejor dicho, cree su propia técnica.
Después de Joyce ya no deberían existir simplificaciones narrativas. Las novelas tendrían que ser como la vida: monstruosa, infinita, ilógica, abrupta y espasmódica. Además estaba allí ese monólogo al final con la señora Molly Bloom en el que se asumían todas las condiciones de una nueva técnica creada por Dujardin, un escritor francés, en su novela Los laureles están verdes. Un discurso en el que el escritor no intervenía para explicar nada, que no implicaba a ningún oyente, y que probablemente ni siquiera estaba formulado, pero que incluía sentimientos casi inconscientes, íntimos, y tenía que carecer de organización lógica y expresarse mediante afirmaciones reducidas a un mínimo de sintaxis. Y encima de todo eso estaba el humor, los juegos de palabras, la épica de lo cotidiano que hacía coincidir todo eso en la historia de un sólo día. Para escribir después de Joyce habría que extenderse en todas direcciones.
La escritora irlandesa Edna O´Brien le cuenta a Philip Roth en una entrevista en 1964, que cuando se puso a leer el Ulises, era muy joven todavía y no pudo superar los obstáculos, “era algo demasiado inaccesible, demasiado masculino para mí, aparte del famoso fragmento de Molly Bloom. Pero ahora pienso que Ulises”, sigue O´Briean, “es el libro más divertido, brillante, intrincado y desaburrido que he leído nunca. Lo cojo cada vez que se me ocurre, leo unas cuántas páginas y es como si me hubieran hecho una transfusión de cerebro. Su carácter intimidatorio no se plantea: Joyce está más allá de toda frontera, más allá de todos nosotros, en las remotas Azores, como podría haber dicho él”.
Thomas Mann en cambio, representaba “lo literario” por excelencia y sin tanto exabrupto. Para los que comenzábamos a leer en los años cincuentas, traía el prestigio de haber ganado el Premio Nóbel en 1929. Sus novelas mayores son tremendos tour de force, pero para mi gusto, grandes ejemplos de un tempo lento, ralenti, y sobretodo, la primera vez, antes de la tetralogía de Robert Musil, El Hombre sin atributos, la novela ensayo, sobre el cristianismo, la Edad Media y el Renacimiento, la economía a finales del Siglo XIX, el desarrollo de la anatomía, la química y la música, las ideas de Dante, Rousseau y Carducci, o la nueva democracia burguesa. Se evidencia el tiempo actuando sobre distintas generaciones de hombres. Se suceden nacimientos, bodas momentos felices, reveses comerciales, muertes, y todos los personajes, por ejemplo en Los Buddenbrook, son capitalistas arribistas.
En La Montaña Mágica, un grupo de enfermos de varios países sufren convalecen o mueren en un sanatorio antituberculoso. Para describir las tres primeras semanas de estancia se emplean las primeras doscientas páginas. Después el tiempo que sigue es mental, pasa sin medida a la vista. A través de la novela se teoriza sobre una doble concepción del tiempo, espacial y psicológica. Dice Hans Castorp: “cuando el tiempo nos parece largo es largo, y cuando nos parece corto es corto; pero nadie puede saber que cantidad de longitud o de brevedad tiene” (89). En el capítulo VII, el narrador pregunta “¿puede narrarse el tiempo, el tiempo en sí mismo, como tal y en sí? No; eso sería en verdad una loca empresa. Una narración en la cual se diría: El tiempo pasaba, resbalaba, el tiempo seguía su curso…” Como en la música, la narración de Mann, a veces dialogada durante muchas páginas, y descriptiva en otras, “realiza” el tiempo, lo “llena convenientemente”, lo “divide” y lo “trastorna” de manera que pase algo.
También estaba la excelente novela corta La Muerte en Venecia, la elegía del artista Tonio Kröger, y la novela simbólica Doctor Faustus, donde la biografía de Leverkühn coincide con la historia de la catástrofe germana. Su locura coincide con la locura bélica, desde principios de siglo hasta 1945. Pero allí, de manera natural están Fausto y Nietzsche; están Beethoven y Wagner, Schönberg, y Albert Dürer, y la ya conocida simpatía de Mann por la muerte. Todo se derrumba en las novelas en Mann. “Con la particularidad de que la palabra histórico se aplica con una vehemencia mucho más sombría a la época en que escribo que aquella acerca de la cual escribo” (321). Inventarios de las cenizas. Derrumbes de las sociedades.
Kafka aparece como un hombre muy serio, que además de la culpa nos regala la noticia de que el infierno está aquí, alrededor nuestro, ahora mismo. Para Sartre, “Kafka es el novelista de la trascendencia imposible; el universo está para él cargado con signos que no comprendemos”. Para Lukacs, en cambio “Kafka es ateo en el sentido de privar al mundo de Dios”. Para Camus, el secreto de Kafka reside en las oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo universal, lo trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico”. El puertorriqueño Angel Flores, ya desaparecido, al traducir La Metamorfosis, de Kafka al inglés, en el prólogo se apropió de una categoría que usaban en la pintura alemana, y empleó por primera vez la calificación de “realismo mágico”, aplicada a un texto narrativo.
Kafka sufría de múltiples maneras, como judío de lengua alemana dentro del antisemitismo de la capital checa, como ciudadano bajo la presión de la burocracia de la monarquía austrohúngara, y sus complejas relaciones con su padre o Milena, se reflejan en su producción, desde el extraño relato Descripción de una lucha, hasta los capítulos realistas de América, o el tono inquietante de La Metamorfósis, El Proceso y En una colonia penitenciaria, o El Castillo y El topo gigante. Hoy tengo el gran deseo de sacar por completo fuera de mí, escribiendo, todo mi estado de ansiedad y, así como viene de la profundidad, de introducirlo en la profundidad del papel o de ponerlo por escrito, de tal suerte que yo pueda introducir en mí la cosa escrita: son palabras suyas. En Kafka comprobamos la exigencia de la obra y la vanalidad de la obra, el horror de la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que dejaba de ser podía seguir siendo, el que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá, lo que se cree olvidar siempre regresa en la memoria, y el que quiere morir sólo encuentra la imposibilidad de morir.
Dietrich Schwanitz afirma en La Cultura. Todo lo que hay que saber, que la literatura compensa la división de la molécula social en “privado” y “público”, y resulta por ello, paradójica, ya que es una comunicación pública de lo privado. De ahí que se dedique a atravesar fronteras permanentemente. La literatura trata de tabúes, revelaciones y secretos, delitos, misterios y enigmas. Nos seduce para que los presenciemos. Es, igual que el amor, una forma de intimidad. También una especie de psicoanálisis de la política. Se trata además de la única comunicación en la que se experimenta el mundo desde la perspectiva y la conciencia de otra figura. También en esto coincide con el amor, porque crea una relación íntima entre el personaje y el lector, de tal manera que el lector contempla la figura desde fuera y desde dentro. Así comparte las observaciones del protagonista y puede examinarlas. La literatura hace posible lo que normalmente no lo es: participar en experiencias y observarlas al mismo tiempo. Leemos porque amamos o porque queremos ser amados... Leemos como amamos.
Nuestra cultura se consagró en dos impulsos; la invención de la escritura y la invención de la imprenta. La inaprensible y caótica y simultánea realidad fue sustituida en los textos escritos por la concentración sobre un tema y la coherencia interna. Sólo la escritura fijó el lenguaje, hizo posible su control y lo sujetó a las reglas de la gramática. La diferencia de tiempo y ritmo entre la palabra hablada y la escrita fue estructurada para establecer el significado. Mediante la alineación de la sucesión sujeto, verbo, predicado con todos sus complementos, puede construirse el orden lógico del pensamiento sobre la secuencia de las partes de la frase. Para ello es necesario desprenderse del mundo exterior y centrar la atención en el interior. Se requiere capacidad de concentración. En los últimos 40 años esta capacidad ha conocido un enemigo mortal: la televisión. El ritmo de las imágenes coincide exactamente con la necesidad del cerebro de ser estimulado. Actúa como una droga. Lógicamente los televidentes tienen cada vez menos capacidad de concentración y difícilmente soportan la reducción del ritmo de los procesos para construir significados. Estoy hablando del trivializador total, de la televisión comercial, no de unos cuantos canales. Docenas de jóvenes consideran las clases como una suerte de entretenimiento, comparan al profesor con las estrellas de la televisión y cambian de canal porque se aburren. Mediante la televisión la comunicación oral ha vuelto a tomar el mando. Bienvenidos al mundo de la Diversión Total. No saben lo que se han estado perdiendo. ¿O sí lo saben? El que no satisface sus necesidades de fantasía mediante los libros antes de ver televisión, no desarrolla costumbres lectoras firmes. Leer siempre será arduo.
Otro enemigo mortal de la cultura lo constituyen las megaeditoriales trasnacionales. Estas empresas con toda sangre fría empezaron por rematar los fondos “literarios” de las editoriales que habían comprado. Luego iniciaron una destrucción pormenorizada y calculada del gusto para imponernos libros que no tienen nada que ver ni con la lucha por la expresión, ni con las diferencias nacionalistas, para forzarnos a leer a todos en pésimas traducciones mamotretos como El código Da Vinci. Los libros de los verdaderos escritores hay que buscarlos en las bibliotecas públicas o en las librerías de viejo.
Y la censura. La censura constantemente, comercial o supuestamente moral, nos impide acceder a las mejores obras de nuestra cultura y de la cultura extranjera, pero también no deja más opción que pedirnos que nos satisfagamos con lo peor de la cultura de masas.
“Tengo siempre mucho cuidado con las palabras pesimismo y optimismo”, decía Milan Kundera en una entrevista reciente. “Una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes. Invento historias, las pongo frente a frente, y por este procedimiento hago las preguntas”. La estupidez de la gente procede de tener una pregunta para todo. Cuando don Quijote sale al mundo, este se convierte en un misterio para sus ojos. Tal es el legado de la primer novela europea a toda la historia de la novela que vino después. El novelista enseña al lector a aprehender el mundo como pregunta. Hay sabiduría y tolerancia en esa actitud. En un mundo edificado sobre verdades sacrosantas, la novela está muerta. El mundo totalitario, básese en Marx, en el Islam o en cualquier otro fundamento, es un mundo de respuestas, en vez de preguntas. En él no tiene cabida la novela. En todo caso, me parece a mí que hoy en día, en el mundo entero, la gente prefiere juzgar a comprender, contestar a preguntar. Así, la voz de la novela apenas puede oírse en el estrépito necio de las certezas humanas.
Dicen que Mallarmé, semanas antes de morir, dijo que “la carne era triste y había leído todos los libros”. Afortunadamente para mí, como para muchos de nosotros, el amor no es triste y nos quedan miles de libros por leer…



Esta ponencia fue presentada el día 21 de octubre de 2004, en el Festival de las Letras, Monterrey, N.L.

1 comment:

Andoni Calderón said...

No entiendo por qué dice que es una ponencia suya.
Está copiado en gran parte de un capítulo de "El novelista perplejo" de Rafael Chirbes